Mi sobrino ha pasado unos días de vacaciones en casa. Nuestra cercanía con la gran ciudad pasa desapercibida a diario, pero ha sido el pequeño el que me ha recordado que al fin y al cabo, vivimos en un pueblo. Pueblo grande que poco se asemeja a aquel en el que yo veraneaba de pequeña. Aquella pequeña aldea en la que estaba habituada a ver todo tipo de animales: mariposas, mariquitas, lagartijas, ovejas, cabras, abejas, perros y gatos. Jugaba con renacuajos, alimentaba a las gallinas que tenía por entonces mi abuela y que las mantenía más firmes a un pequeño grupo de legionarios. Pero también echaba de comer a los cerdos (con mucho miedo) y hasta trataba de ordeñar a la vaca. Nunca lo conseguí.
Lo que más me ha sorprendido en estos tiempos que vivimos es ver a mi sobrino de seis años, asombrado al ver alzar el vuelo a una mariposa, descubriendo lo que es un piñón o dónde crecen las moras. Y a mí me ha dejado anonadada la generación que se nos viene encima. Esa misma que resulta incapaz de fijarse en lo que hay a su alrededor a no ser que sean pokémons que puedan cazar.
Sin embargo, no hay que haber nacido en un pueblo ni veranear en uno para que te traten de dar gato por liebre. El otro día acudí a comprar patatas ecológicas al supermercado. Me he introducido en esa vorágine de la comida sana, natural, biológica y, cual panoli, me la han colado como en el anuncio de la fabada en el que calientan las alubias de lata en el microondas y la abuela hace calceta mientras los turistas alardean del sabor de la comida. Pues a mí me ha sucedido algo por el estilo.
Por la noche, me dispuse a hacer una tortilla para la cena, y cogí un par de patatas ecológicas. Una pesaba bastante, pero incauta de mí, no le di importancia. Pelé la primera y cuando agarré la segunda me quedé blanca. ¿Qué era aquello?
En ese momento mi marido atravesó la puerta.
-Pepe, esto… ¿no es una patata?
No daba crédito. Estaba tan estupefacta que no di opción a que pudiera ser otra cosa. Había comprado las patatas en una malla.
Mi marido la cogió y lo primero que se le ocurrió (como a cualquier hombre) fue en darle un golpe seco contra la encimera. Menos mal que compramos la cerámica y aguantó. De lo contrario estaríamos discutiendo con el seguro. Resulta que la patata se convirtió en piedra. Así me quedé. Con cara de tolai.
Al día siguiente acudí con mi patata-piedra al centro comercial y les entregué el pesado obsequio. Ni qué decir tiene que a partir de aquel momento fui la comidilla del hipermercado. Señores agricultores, productores y/o envasadores: soy urbanita, pero hasta la fecha no me da por comer piedras.
No os dejéis engañar. Que no os den piedra por patata.