El traqueteo de un tren puede incitar al sueño, la lectura, o los más tecnológicos pueden hacer uso de los móviles y otros dispositivos de última generación. Todo puede ser posible, siempre que no haya un niño de por medio. O al menos, no uno como mi Luisete, que es como un pequeño tornado; cuando llega él, desaparece la calma y la tranquilidad.
Mi pequeño es ya de por sí algo nervioso, así que me pareció que el transporte más adecuado, para viajar a la playa y mantenerlo entretenido, sería el viaje en tren. Pero creo que me equivoqué. Luisete estaba tan excitado por irse a la playa que se despertó a las dos de la mañana con un:
-Mamá, ¿es de día?
-No, vuelve a acostarte.
Cinco horas más tarde se despierta de nuevo al oír movimiento por casa:
-Papá, ¿es de día?
-No, vuelve a dormirte.
Cuando un par de horas más tarde fui a despertarle, pude comprobar que las ansias por irse a la playa le hicieron levantarse como un resorte sin remolonear un ápice. Estaba tan contento que desayunó y se vistió con una celeridad asombrosa, propia de un anuncio de televisión. He de decir que albergo la esperanza para que esa escena no caiga en el olvido y pueda revivirla todos los días a partir del mes de septiembre. Cosa harta improbable, por no decir imposible.
Al llegar a la estación de trenes, mi hijo de cuatro años, gritaba a pleno pulmón:
-¡Me voy a la playa!
Estaba pletórico y no hubo quien no se enterara. Arrastraba su maleta nueva de ruedas, «como los mayores», y con la otra mano el carrito de los juguetes de la playa. Imposible pasar desapercibidos.
-¡Me voy a la playaaaa!
-Ya veo, ya -respondió una señora alegre (supongo que porque sabía que no iba a coger el mismo tren).