«Deja que te cuente para que tú veas
no voy a hablar de trabajo ni tampoco de la escuela
Aunque eso está muy bien, y eso lo se yo
Quiero que sepas tú lo mío pa’ que veas que es más peor».
En numerosas ocasiones, cuando hablo con mi abuela, recuerdo la letra de Wilfred y La Ganga. La siguiente anécdota que os voy a relatar es la relativa a una de tantas ocasiones.
– Le he comprado una cosa al niño – dijo mi abuela sin poder disimular su orgullo.
Oía su alegre voz a través de la línea telefónica y podía visualizar su sonrisa radiante, a pesar de encontrarse a treinta kilómetros de distancia. No cabía en sí de gozo. Sea lo que fuere, no tardaría mucho tiempo en descubrirlo.
– No me gusta que te gastes el dinero en comprarle nada, abuela- respondí a sabiendas que era labor inútil discutir con ella.
– Lo he comprado porque he querido -replicó ella a su vez, con una testarudez propia de una niña de cinco años, para seguidamente añadir:- Es un traje precioso para que se ponga el día del bautizo.
Ya sabía yo que no ibas a tardar mucho en contármelo. Espera un momento. Has dicho que… ¡Oh! NO. No puede ser verdad.
Puse los ojos en blanco al tiempo que eché la mano a la cabeza. El tema del traje estaba dando mucho de sí. Era reacia a gastar el dinero en una prenda que se iba a poner el pequeño apenas unas horas en su vida. Pero, que además fuera en pleno mes de verano, me parecía torturarle. Sin embargo, había decidido ceder ante Pepe. Mi suegra y mi cuñada llevaban meses insistiendo en llevarlo a la modista para hacerle un traje a medida para el gran día y, de este modo, ir a juego con su primo.
¿Podéis imaginar la de ideas que cruzaron por mi cabeza en esos momentos?. ¿Cómo se lo iba a yo a decir a mi suegra? ¿Y a Pepe?
¡En qué lío me acabas de meter abuela!
Intenté morderme la lengua. Pero mis pensamientos hablaron por mí antes de que yo pudiera controlarlos:
– Abuela, ¡ya hemos reservado uno! -protesté alarmada.
– Pues lo devolvéis -respondió, restándole importancia con la indiferencia que le caracteriza respecto a los temas que no le interesan-. Ya verás que bonito que es.
Esto es una pesadilla. ¡Que alguien me despierte1.
– Bueno, ¿cuándo venís a por ello?- preguntó, y sin esperar respuesta dijo a continuación:- Venid este sábado por la tarde.
– No podemos, abuela.
– Hombre, ¿y eso?
– Pues porque habíamos quedado a comer con unos amigos.
– Pues entonces el siguiente sábado.
– Eh – titubeé tratando de recordar si teníamos alguna cita programada para ese día, pero fue demasiado tarde.
– No se hable más. Os espero aquí.
Genial. Ya tengo ocupada la agenda.
Apenas colgué el teléfono supe que el tema iba a traer cola. La reacción de Pepe fue similar a la mía. Pero se encargó de decírselo a su madre. Menos mal que no estaba yo presente.
A los diez días, cuando acudimos a casa de mi abuela, comprobamos que el modelito que le había comprado consistía en unos pantaloncitos de color azul celeste junto con una camisa blanca a juego. No pude reprimir un:
– Tiene uno igual, abuela.
– Pero no será tan bueno como éste -replicó con un brusco ademán-.¿Quién lo compró?
– La madre de Pepe -dije refiriéndome a mi suegra.
– Ah bueno -respondió, mirándole con aprobación-. Pues descambiáis ese.
El tema estaba zanjado. Mi abuela, una vez más, tenía la última palabra. Por lo que omití que nos lo había regalado hace más de seis meses y era imposible el cambio.
No obstante, una vez que comprobé que al niño le quedaba grande para acudir al evento de aquella guisa, decidí que tendría que insistir más tarde en descambiarlo. Más aún a sabiendas que mi abuela esperaba verlo el día del bautizo con el traje puesto, por lo que, mi intención se la comuniqué a mi padre, que éste a su vez se lo comunicó a mi abuela. Y ahí comenzó una discusión viral que me tiene al borde de la locura.
– Hija, ¿qué ocurre? -dijo mi abuela preocupada- Que me ha dicho tu padre que hay que descambiar el traje, que no le vale.
Su voz sonaba totalmente alterada. Sinceramente, creo que si le hubieran dicho que se acercaba un tsunami estaría más relajada.
– Es cierto abuela -dije pacientemente, y busqué aposento para resistir la conversación que se avecinaba-. Le queda grande.
– Y ¿el de la madre de Pepe le queda bien?
¿Por qué estas rivalidades?.
– No. Le queda pequeño -respondí, tratando de mantener la calma.
– Mejor que le quede grande a que le quede pequeño -repuso en otro intento de convencerme.
– Es que le queda muy grande -contraataqué.
Un pequeño silencio se produjo a través de la línea telefónica. Momento para un profundo suspiro.
– Entonces ¿qué?
– Pues lo tendremos que descambiar, abuela.
– No, ¿cómo lo vas a descambiar? -protestó molesta.
Pues tú me dirás.
– Lo cambiaremos por otra cosa o que nos devuelvan el dinero- dije ilusa de mí, con el fin de devolverle el dinero invertido a mi abuela.
– Oh, no. Eso no.
La línea se interrumpió.
– Abuela, ¿estás ahí?. Abuela, ¿estás bien? ¡Abuela!
Mierda. Del soponcio me la he cargado.
Colgué a toda prisa y volví a marcar de nuevo.
– Abuela, se ha cortado.
Qué inocente soy.
– Tú no te preocupes -continué, tratando de calmarla.
– ¿Cómo no me voy a preocupar? ¡Si van a perder la venta!.
– No van a perder la venta -respondí tratando de serenarla.
– Yo voy a quedar mal -protestó enojada.
– ¿Por qué vas a quedar mal, abuela? -pregunté intrigada y al mismo tiempo molesta por la discusión que estaba dando demasiado de sí.
– ¿Cómo lo vais a descambiar?
– Tú no te preocupes. Yo me encargo de todo.
Volví a hablar al vacío de la línea telefónica. Mi abuela había colgado. Esta vez no volví a llamar. Está claro que, cuando no quiere escuchar algo que no le gusta, mi abuela cuelga sin más. Así de sencillo. Adiós complicaciones. Estoy pensando en seguir el ejemplo…
Salí a pasear al perro y apenas volví veinte minutos más tarde, el teléfono sonó de nuevo.
– Ya he hablado con ellos -dijo mi abuela algo más tranquila. Sin embargo, su llamada me produjo el efecto contrario. Mis nervios se estaban crispando cada vez más.
¡Maldita la hora en que se le ocurrió comprarle nada!.
Respiré profundamente esperando el chaparrón.
– Me han dicho que podéis descambiarlo, ¿oyes?
Claro. ¿Por qué no podríamos?
– Sí, oigo, abuela -repuse agotada.
– Les he dicho que vosotros escogéis lo que queráis -continuó, matizando las palabras-. Que no os devuelvan el dinero -enfatizó.
– De acuerdo, abuela.
– Que siempre que le llevéis con la etiqueta y sin usar lo podéis descambiar.
– Sí abuela.
Que acabe esto, por favor.
– Les he dicho que lo habéis puesto al niño para probarlo. Porque lo habéis hecho, ¿no?
– Sí, abuela.
– Pero no le habéis quitado las etiquetas -mas que una afirmación era una pregunta.
– No abuela. Tú tranquila.
– Que lo tengáis para que ellos lo puedan vender.
No pude aguantar más, lo reconozco. He perdido la paciencia. De modo que espeté:
– Abuela, no es lo primero que descambiamos.
– Vale, pues que vayáis cuanto antes.
– De acuerdo.
– ¿Está ahí tu padre?
¿A qué vendrá esa pregunta?
– No.
– ¿Pero estará ahí tu madre?
– Sí, acaba de llegar.
Sino, no podría estar al teléfono. Estaría corriendo detrás de mi niño.
– Pues os acercáis en un momento y lo descambiáis -ordenó.
Hasta aquí podíamos llegar.
– Abuela, tengo cosas que hacer. No vamos a ir ahora.
– ¿Qué tienes que hacer? -preguntó sorprendida.
¿Realmente esto está ocurriendo?
– ¡He de ir a hacer la compra!
– Pues vete rápido en eso.
Esta es una de las coletillas de mi abuela. En eso equivale a: hazlo cuanto antes y vete a descambiarlo. Pero, no soporto las manipulaciones, así que ignoré su particular lenguaje.
Me despedí y colgué el teléfono un tanto alterada. Las conversaciones con mi abuela siempre resultaban surrealistas. Esta última en concreto estaba tocando mi capacidad de aguante. Pero, la historia, como es de suponer, no acaba ahí.
Esa misma noche recibí la llamada de mi abuela. Me negué a coger el teléfono y dejé que saltase el buzón de voz. Sencillamente, no estaba de humor. El mensaje que dejó mi abuela no tenía como fin mejorar mi estado de salud mental, pues decía así:
– Oye, ¿cómo es que no habéis ido a cambiar el traje? Tenéis que daros prisa porque van a cerrar.
¡Qué leches! Con tal de salir de esta pesadilla, le pongo el traje aunque se lo tenga que arreglar con grapas.
Al día siguiente, como era de suponer al no devolver la llamada a mi abuela, recibí su llamada.
– Estoy muy cabreada contigo -espetó por saludo.
¿Qué habré hecho yo para merecer esto?
– No me llamas -se quejó-. Si yo solo quiero decirte que van a cerrar, porque se van a ir un mes fuera.
O sea que se van de vacaciones. No que cierran el negocio.
– Voy el lunes -espeté intentando acallar protestas.
– Vale, si yo solo quiero que sepas…
No puedo reproducir más. Mi mente quedó en blanco. Espero que este tema quede zanjado el lunes y de esta manera, cerrar este post sin haberme vuelto loca.
Yo no sé si es que mi abuela tiene mucha resistencia
O yo no puedo soportarla porque no tengo paciencia
Mi abuela, mi abuela…