En cuanto leí el inicio del argumento de Ojos que no ven, lo primero que pensé es que se trataba de otra lectura sobre desgracias, en este caso laborales. Pero me equivoqué, aunque no os voy a engañar, no andaba desencaminada, pues la obra de J. A. Gónzález Sainz no deja de ser un drama.
Sinopsis
Cuando la vieja imprenta local en la que Felipe Díaz Carrión llevaba media vida quebró sin trabajo y sin posibilidades de conseguirlo. Las nuevas tecnologías habían vuelto inútiles todos sus aberes, y la huerta sólo daba para comer.
Era la época en que los jóvenes, y los que ya no lo eran tanto, emigraban a las grandes ciudades, a las industriosas poblaciones del norte. Su hijo tenía nueve años, y no había día o noche, en que Asun, su mujer, no le pidiera a Felipe que se marcharan a aquellos territorios que parecían tener el monopolio del futuro. Así que cerraron la casa y se fueron al norte, Felipe trabajó primero en la construcción y después en una fábrica de productos químicos. Tuvieron otro hijo, se compraron otra casa, y pasó el tiempo, y la vida los cambió. Porque algunos de los miembros de la familia ―el hijo mayor y Asun, que quizá no soportaban ser para siempre los otros, los maquetos o charnegos, o comoquiera que los llamen con desprecio quienes se tienen por únicos titulares del lugar― no pudieron sino sucumbir a las fascinaciones del discurso de los nuevos amos, a las obsesiones de identidad y afirmación.
Mi opinión
No lo hubiera escogido de motu proprio, de no ser por la recomendación en el club de lectura. Pero últimamente estoy dando la oportunidad a libros que de otra manera, jamás hubiera elegido para pasar el rato.
“Era el primer día que había vuelto a hacer lo que quizá nunca debió dejar de hacer...” así empieza Ojos que no ven. Es una frase de lo más esclarecedora en sí misma, porque nos sugiere fracaso, un pasado que se torció en el camino. Así, comienza con una elipsis temporal, labrando una tierra que nunca debió de dejar atrás. Una tierra que nos recuerda quiénes somos.
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