Hace unos años acudimos en un viaje en familia, como los de antaño. Padres e hijos. Carretera y manta. Mejor dicho, avión y bañador para disfrutar apenas una semana de vacaciones en Samaná, al norte de la República Dominicana, en mitad del Caribe, donde existe una pequeña zona en la cual las ballenas varan durante el invierno y comienzan su viaje hacia aguas más cálidas antes de llegar la primavera.
Samaná es un territorio virgen. Grande y frondosa vegetación que alberga naturaleza en estado puro. En contraposición al sur, donde se encuentran la mayor parte de los hoteles y la explotación hotelera ha decidido el resto.
Recuerdo que llegamos a media mañana y tras conocer las instalaciones nos decantamos por la playa, buscando ese pequeño reducto de paz que ofrece la visión de los vaivenes de las olas. Una hamaca. Una bebida de esas que solo hace falta menear la pulserita de la muñeca (all inclusive), que dice lo mismo en todos los idiomas: pasen y beban.
Y tumbadita en la hamaca a descansar, eso sí, siempre con un buen libro en las manos.
El segundo día nos decantamos por acudir al mostrador correspondiente de la agencia de viajes del propio hotel para contratar una excursión. Una mueca fue suficiente para saber que no había forma humana de conseguir un hueco para visionar las ballenas. Insistir fue en vano. Pero nuestros deseos fueron escuchados por un ávido joven dominicano, que nos indicó que él nos podría llevar en su barca. Acordamos el viaje por un precio especial. Y, en ese momento comenzó la odisea.
A la hora acordada llegamos a la orilla de la playa donde el guía, apenas un muchacho, nos esperaba con una pequeña lancha motora descansando a sus pies y sendos chalecos salvavidas sobre los tablones de madera que se utilizaban a modo de asiento.
Mi padre bromeó antes de subir:
–Si no las vemos no cobrarás.
El joven marinero asintió con gesto serio y formal. Poco después me di cuenta de que no sólo era una pose.
Nos embarcamos en la aventura de la búsqueda de ballenas dirigidos por nuestro joven guía. Poco a poco nos alejamos de la tierra firme hasta que se difuminó de nuestra vista y todo lo que podíamos ver era el extenso océano.
«No podrás nadar hacia nuevos horizontes si no tienes el valor de perder de vista la costa». William Faulkner (1897-1962) Escritor
Al principio charlábamos distendidamente y bromeábamos mientras contemplábamos cómo el marinero oteaba el horizonte con una mano sobre los ojos a modo de visera y arrancaba el motor, cada vez que creía percibir un movimiento en alta mar, dirigiéndose sin dilación al lugar indicado, surcando el mar a la máxima potencia. Esta maniobra se produjo una y otra vez sin descanso y, por desgracia, sin resultado alguno.
De este modo, lo que en un principio parecía una aventura comenzó a producirnos cierta inquietud. Nos encontrábamos en una pequeña barca sin agua ni bebida y una sospechosa nube negra amenazaba tormenta sobre nuestras cabezas. Avanzaban los minutos hasta convertirse en las horas, que se sucedían sin vislumbrar pista alguna del paradero de las ballenas. El panorama era desolador y lo que era peor, no sólo lo habíamos propiciado nosotros solos, también habíamos pagado por ello. En aquel lejano paraje podía suceder cualquier cosa.
El tiempo parecía transcurrir lenta y pesadamente. Nos estábamos poniendo nerviosos cuando súbitamente el marinero hizo una brusca maniobra que nos hizo aferrarnos con firmeza a los flancos de la lancha para evitar caer al mar infinito. A lo lejos se divisaba una decena de barcazas y veleros acudir a un punto lejano. Llegamos hacia aquel lugar a máxima velocidad y nuestra pequeña lancha se ubicó entre los primeros del grupo. Después, nuestro guía ralentizó el motor hasta que la pequeña embarcación quedó inmóvil momentáneamente. Nos quedamos un poco sorprendidos, pues a nuestro alrededor había unas cuantas barcazas motorizadas. Todas ellas eran bastante más grandes que la nuestra, perfectamente alineadas y repletas de turistas con cámara en ristre que acechaban con la mirada en nuestra dirección. En ese primer momento no nos hizo sospechar. Simplemente nos considerábamos unos privilegiados por estar más cerca que ellos y les observábamos mientras todos ellos comenzaron a gesticular nerviosos y gritar con ímpetu palabras en diferentes idiomas incomprensibles todos ellos por la distancia y el ruido de los motores en marcha.
Sin embargo, no tardamos en darnos cuenta de lo que advertían cuando el agua que nos rodeaba comenzó a ondular con una vertiginosa rapidez y la pequeña barca comenzó a balancearse animada por aquel repentino y violento movimiento del mar. Tanto los turistas como los pilotos de las barcas cercanas gritaban con ahínco, gesticulando con las manos para que nuestro guía se alejara con rapidez de aquel sitio. Miré con horror, presa del pánico, las sacudidas del agua que nos podían hacer volcar en cualquier momento.
Un chorro de agua a propulsión salió desde la profundidad marina precipitándose a pocos metros de distancia y mojándonos al caer de vuelta a su hábitat natural. La pequeña barca se zarandeó durante unos instantes en los que me quedé aterrorizada. En seguida las ondulaciones cesaron y la barca retomó el equilibrio. En cuestión de segundos el mar quedó aparentemente en calma. Las barcas situadas alrededor arrancaron motores y se alejaron siguiendo la ruta de las ballenas. Empapados, extasiados y con la adrenalina a desbordar, decidimos que la excursión había tocado a su fin.
Cuando un rato más tarde pisé las suaves arenas de la playa suspiré con alivio y dejé escapar una risa nerviosa para descargar toda la tensión acumulada.
Con el transcurso de los años la vida se ve desde otro ángulo. Hoy en día no creo que repetiría semejante aventura y, sin embargo, recordando la odisea me pregunto:
«¿Qué sería de la vida, si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?» Vincent Van Gogh (1853-1890) Pintor