Bendito angelito

Quizá no lo creáis, pero me han salido ojos en el cogote. Tengo unas pequeñas protuberancias, que no estoy segura de si son ojos, o son chichones y, simplemente, es mi sentido arácnido el que me alerta cada vez que mi hijo va a realizar una trastada.

El pequeño renacuajo apenas tiene un año y más energía que yo, aunque ya sabéis que eso es muy fácil. Sin embargo, es como su padre, cada vez que piensa una maldad se le iluminan los ojos.

Le gusta encender todas las luces de la casa y lanzar, todo cuanto esté a su alcance, por el suelo.  No ha visto el anuncio del cachorro labrador de Scottex, pero lo clava a la perfección. Coge el rollo de papel higiénico y lo lanza como si fuera serpentina. No puedo parar ni para evacuar, porque decide subir las escaleras trepando a toda prisa, cuando no decide lanzar escalera abajo pelotas con el fin de escuchar cómo van golpeando uno a uno en los diecisiete escalones. Sí, nunca pensé que los contaría. Y mucho menos, escuchando cómo botan y rebotan las pelotas contra el frío mármol. Simplemente, espero paciente a que acabe el soniquete para poder echarle la bronca. Algo inútil, pues en cuanto cesa el ruido sale escopetado, riendo, en busca de otra pelota.

El pequeñajo no se queda quieto ni un segundo. Ha descubierto las pinturas y ha decidido decorar las paredes, la mesa y las sillas blancas. La escobilla del váter es otro de sus pinceles favoritos. Supongo que de ahí viene su manía por encender todas las luces; para admirar su obra.

Pero, sin duda alguna, quien más lo sufre no soy yo. Es el perro que ha aprendido a dormir con un ojo abierto. Lo adora, pero huye cada vez que lo ve llegar con el arnés y la correa en la mano. Jamás pensé que el perro tuviera esa paciencia infinita. Más aún cuando el otro día, mientras el peluche (apelativo cariñoso con el que llamo a mi perrito) se encontraba patas arriba, le examinaba las patitas para descartar esas molestas espigas que se le enredan entre el pelo, llegó el niño he intentó pisarle la cabeza. Le paré a tiempo. Pero en seguida cogió un juguete que había caído en el suelo, táctica disuasoria habitual, dio la vuelta poniéndose en mi ángulo muerto. Aún albergo serias dudas de que no lo hiciera adrede para evitar que me percatase de sus propósitos malévolos. No le vi por el rabillo del ojo de lo ensimismada que me encontraba con las espigas encontradas en una de las patas delanteras, cuando vi un rápido movimiento de su pequeña piernecita y con toda su fuerza fue a pisar al perro donde más le duele. Adiós huevillos. El perro se defendió. Vaya si lo hizo. Mordió fuerte lo que pilló a mano. Nunca mejor dicho. Fue mi mano, en concreto mi dedo con lo que fue a parar su dentadura. Tal fue el grito que di que, niño y perro, aflojaron tanto la pierna como mi dedo. Me entraron unas ganas tremendas de soltar un mandoble al niño, así que hice lo más previsible. Se lo solté al perro por darme tal mordisco. Como diría Sabina: No sólo cornudo sino apaleado.

En ese preciso momento salí de casa jurando en arameo con la firme determinación de regalar al niño y al perro. Casualidades de la vida o desatinos del destino. No vi ni un alma.

Horas más tarde, cuando le veo dormir plácidamente en la cuna, parece obra de un mal sueño. Bendito angelito, pienso.

Comentarios desactivados en Bendito angelito

Archivado bajo Anécdotas divertidas, Diario de a bordo

Los comentarios están cerrados.