Son las nueve de una desapacible mañana de mediados de diciembre. Una fina llovizna asoma en las calles de Madrid, suavizando ligeramente el frío invernal propio de esas fechas.
Como de costumbre, Luis acude a misa de primera hora de la mañana. Desde hace años utiliza siempre los mismos hábitos y el mismo itinerario, que se niega a cambiar a pesar de las amenazas sufridas. Mejor vivir sin miedo, se dice.
Sale lentamente de la iglesia, frotándose las manos para hacerlas entrar en calor y se las acerca a los labios para insuflar un poco de aire cálido. Alza las solapas del abrigo tratando de resguardecerse al máximo de las bajas temperaturas.
Hacia él avanza el vehículo oficial dirigido por José Luis, el conductor que le ha aguardado pacientemente, sentado al volante del Dogde-Dart negro, durante los veinte minutos que ha estado recogido en el interior de la iglesia.
Su escolta le abre la puerta trasera y se introduce en el vehículo tan rápido como le permiten sus pesadas piernas. Una vez en el interior, da orden al chófer para regresar al domicilio familiar, como cada día. El coche dobla la esquina de la calle Juan Bravo con Claudio Coello, apenas ha rodado unos cuantos metros, cuando el automóvil se detiene ante un paso de cebra para dejar cruzar a una madre que lleva de la mano a su hijo, prácticamente a rastras y lloriqueando, negándose éste a obedecer las instrucciones de su madre, que tira de él con evidente esfuerzo y una mueca de fastidio en su rostro.
Unos metros por delante se divisa un utilitario pequeño en doble fila. El chófer reduce la velocidad para rebasarlo con el mayor cuidado, evitando rozar la carrocería. Centrado en la conducción no se percata de un hombre que al final de la calle está observando cada uno de sus movimientos y contando en voz baja hasta dar la orden definitiva:
– ¡Ahora! -grita con fuerza.
Pero ni Luis ni su chófer, José Luis, llegan a percatarse de nada de lo que sucede a su alrededor. De todas formas, hubiera sido demasiado tarde.
Un tremendo estallido tronó en la calle Claudio Coello elevando por los aires, tanto al vehículo como a sus ocupantes, hasta una altura de veinte metros. En su rápido ascenso se suceden innumerables vueltas de campana imposibles de contabilizar. El vehículo sobrevuela el edificio colindante yendo a parar al tejado del patio interior de éste. En el asfalto, por donde había pasado un par de segundos antes el vehículo oficial, solo queda un cráter de enormes dimensiones. Cascotes, escombros, piedras y una enorme humareda siembra el desconcierto en plena calle. Tan solo una voz se destaca entre el caos:
– ¡El Gas! -grita una voz varonil que se va apagándose en la distancia- Ha sido el gas.
Tres hombres disfrazados de electricistas se montan en un vehículo y desaparecen de escena a toda prisa.
La amenaza se había cumplido.
El 20 de diciembre de 1973, el Presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco es asesinado en un atentado de la banda terrorista ETA, con una carga explosiva de 50 kilos de Goma-2, en la que fue denominada la Operación Ogro.
El magnicidio tuvo gran repercusión en España tanto por la magnitud y complejidad del atentado, asi como por la sospecha de que estuviera implicada la CIA por el hecho de que Carrero Blanco impidiera a los Estados Unidos usar la bases estadounidenses en territorio español. Según una nota desclasificada en 2008 enviada desde la embajada americana en España al Departamento de Estado del Gobierno de los EE. UU. en el que se afirma que: El mejor resultado que puede surgir… sería que Carrero desaparezca de escena, con posible sustitución por el general Díez Alegría o Castañón.
Lo cierto es que fueron acusados de aquel asesinato los etarras José Ignacio Abaitua Gomeza «Marquín», José Miguel Beñarán Ordeñara «Argala», Pedro Ignacio Pérez Beotegui «Wilson», Javier María Larreategui Cuadra «Atxulo», José Antonio Urruticoechea Bengoechea «Josu» y Juan Bautista Eizaguirre Santiesteban «Zigor», todos ellos refugiados.