Pacto de perdición

Recogió con prisas la ropa del armario y la metió en la mochila. Echó un último vistazo a la pantalla del ordenador para verificar la hora a la que habían quedado.

A las 20:00 horas en la puerta de la biblioteca.

Antes de apagar el ordenador, dio un repaso con la vista por su habitación. La ventana estaba abierta, y la blanca cortina ondeaba con la suave brisa de la tarde de primeros de septiembre.

Cerró la ventana con tranquilidad. La cama permanecía deshecha, como de costumbre, desde primera hora de la mañana. Sentía la necesidad de dejar todo en orden, así que hizo la cama, como le había enseñado su madre hacía más de quince años. Tiró con sumo cuidado de los extremos de las sábanas, estirando por cada una de sus esquinas hasta evitar las arrugas, para después introducirlas por debajo del somier.

Ahora ya estaba cerrada la ventana, la cama hecha, el ordenador estaba apagado y la mesa recogida. Todo quedaba en orden. Ya podía irse.

En el tablón de fotos que pendía de la pared había multitud de recuerdos, entre ellos, la foto que compartía en primera plana con sus amigas. Cuatro jóvenes sonrientes de apariencia muy similar. Facciones suaves, rostro blanquecino, y pelo oscuro.

No sólo tenían un físico muy parecido, sino que tenían en mente una idea común. Sonrió con nostalgia al recordar el momento en que fue tomada la instantánea. Fue en la fiesta de cumpleaños de una de ellas, Rosa, que se tornó en despedida al sufrir un accidente mortal de tráfico en el que todas se habían visto implicadas.

Una estúpida apuesta al volante, unido a un exceso de confianza producida por las altas dosis de alcohol ingeridas, produjo un aparatoso accidente en el que milagrosamente tan sólo una de ellas había perdido la vida, Rosa. Pero el resto sufrió secuelas físicas, y otras mucho más profundas en el corazón, de esas que tardan tanto tiempo en cicatrizar, que nunca parecen curarse.

En la madrugada de ese día haría un año de aquel triste acontecimiento. Los caminos de las amigas supervivientes se separaron sin apenas darse cuenta. Algo en su interior se resquebrajó desde el trágico accidente. El sentimiento de dolor se mezclaba con la culpa, y el remordimiento por la supervivencia. El resultado fue un distanciamiento más grande de lo que se imaginaron en un primer momento. Ellas que se habían prometido estar siempre juntas. Pasara lo que pasase.

Las promesas hay que cumplirlas, le había inculcado su padre desde pequeña.

Esa noche Laura celebraría un aniversario muy especial.

Dio un pequeño tirón para sacar la imagen del tablón. La apretó con fuerza contra su pecho, y la introdujo en el bolsillo exterior de la mochila. La llevaría consigo.

Pasó por delante de la habitación de su hermano pequeño, Nicolás, que contaba con siete años. Estaba encorvado sobre el escritorio. Tan solo se divisaba la punta de un lapiz que se movía con rapidez. Se acercó por detrás llena de curiosidad. Al oírla aproximarse, su hermano se dio la vuelta de repente.

– ¡Laura! -exclamó lleno de alegría. Extendió una mano para que se acercase. Ella le tomó la mano hasta ponerse a su lado.

– Es para tí -le dijo Nicolás lleno de orgullo.

Laura observó el folio colocado en horizontal que tenía sobre la mesa. En él había dibujada una casa. En el jardín había cuatro figuras dibujadas de forma torpe. Todos ellos se encontraban cogidos de la mano formando una cadena.

– ¿Somos nosotros?

– Este es papá -dijo Nicolás, posando el lápiz sobre el muñeco más grande, para seguir enumerando según iba mermando el tamaño de los dibujos-. Esta es mamá. Esta eres tú y, éste soy yo.

Laura se mordió el labio inferior ante un punzada de duda y remordimiento.

– Es muy bonito, Nico -acertó a decir.

Le revolvió el pelo con una cariñosa caricia.

– Llévatelo -dijo, extendiendo el folio con su pequeña mano.

Laura dudó un momento, antes de agarrar la hoja.

– ¿Seguro que ya está acabado?

Nicolás movió afirmativamente la cabeza.

– Muchas Gracias.

Se despidió dándole un beso sobre la cabeza. Nicolás cogió otro folio y comenzó a garabatear de nuevo.

Al pasar por la cocina vislumbró la figura de sus padres. Su madre trajinando sobre los fuegos. Su padre ayudaba con el acompañamiento. Laura cogió fuerzas antes de entrar.

– He quedado -dijo entrando en la cocina-. No me esperéis para cenar.

Los dos se volvieron a mirarla, extrañados.

– ¿Dónde vas? -preguntó su madre, algo asombrada.

– Dormiré en casa de María.

– ¿Cómo es que no habías dicho nada hasta ahora? -protestó su madre-. Ya está hecha la cena.

– Pensé que no tenía importancia -dijo, con un encogimiento de hombros.

– Ten cuidado -intervino su padre, ante la mirada de reproche de su madre.

– Lo tendré.

Repentinamente, Laura se acercó y les dio un beso y un abrazo a cada uno. Sus padres anonadados por esa inesperada muestra de cariño se quedaron mudos, mientras Laura aprovechaba la ocasión para salir con prisas de la habitación.

Cerró la puerta con suavidad, cogió aire y no pudo evitar soltar unas lágrimas. Salió corriendo para alejarse cuanto antes del que había sido su hogar hasta entonces.

«Prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos según nuestros temores».
 
François de la Rochefoucauld
 

Continuará

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