¿La ocasión hace al ladrón?

Envuelto en su capa negra, espera pacientemente, cobijado entre las sombras de la noche. Acaba de salir de la morada de Ana, una de sus amantes. Esposa de un rico y ajetreado comerciante, que realiza prolongados y continuos viajes por trabajo, dedicándoles más tiempo, que a los placeres exigidos por su voluptuosa mujer. Ella espera el regreso de su marido, en compañía de Luis, al cual le deja siempre un pañuelo de seda blanco colgado de la cornisa de la ventana, en señal de que tiene vía libre.

Protegido por la oscuridad de la noche, Luis espera estoicamente a que se alejen los murmullos ahogados. Ya le apresaron en una ocasión por deambular a altas horas de la madrugada, y no piensa permitir que le arresten nuevamente e ingresar en la Cárcel de Villa.

Dirige la vista al cielo, está completamente despejado. Salpicado por miles de diminutas estrellas, que presagian que el día siguiente será caluroso. La luna llena brilla en el firmamento, produciendo un contraste de luces y sombras en la callejuela en la que se encuentra. Los pasos se alejan en la distancia.

Está a punto de salir de su escondrijo cuando percibe el sonido de los cascos de un caballo sobre el suelo. Dubitativo se queda paralizado en el sitio. Un carruaje se divisa a lo lejos. Se cubre hasta los ojos con la capa. Contra todo pronóstico, el coche de caballos se para a escasos metros de donde se halla Luis, que se pega a la pared hasta mimetizarse con la fría piedra que tiene a sus espaldas.

Guarecido en la sombra del pequeño recodo en el que se encuentra, puede divisar con toda claridad la figura de un hombre bajito y algo rechoncho, cubierto por una capa negra y un sombrero de copa, que da un pequeño brinco para bajar del carruaje.

No conoce personalmente al marido de Ana, pero le ha reconocido por la foto que tienen expuesta en el recibidor. Está seguro de que ella no le espera esta noche. Al menos, él ha sabido salir a tiempo de la casa.

El hombre bajito recoge una maleta, y tras pagar con unas monedas al cochero, se acerca al portal del domicilio conyugal, a escasos metros de Luis, que mantiene la respiración en un puño.

Enfrascado en sus asuntos, el rico comerciante es incapaz de percibir el bulto de Luis, a escasos metros de distancia. Abre la puerta con celeridad y, se introduce en el interior con una rapidez inusual para su escasa estatura y su pronunciado volumen. Al instante, se oyen las pisadas precipitadas sobre los escalones de madera, que conducen al piso superior.

Luis se ve un poco más seguro al sentir que el hombre se ha perdido en el interior del domicilio. El carromato acaba de partir apenas hace unos segundos, y no se siente más presencia humana en los alrededores. Es el mejor momento para salir de su escondrijo, y adentrarse en la noche.

Comienza a moverse con sigilo, cuando unos gritos procedentes del domicilio le alertan:

– Luis, ¿eres tú?

Se queda paralizado durante unos instantes, presa de pánico. ¿Le han visto?

– ¿Quién es Luis? -replicó la voz grave de un hombre.

– Ayy, cariño -respondió Ana, con voz dulce-. No sabía que regresabas tan pronto… Qué alegría verte.

Luis reprimió una sonrisa ufana. Siempre le echaban en falta, nada más irse. Sin duda, era un amante excepcional. No había una mujer que no cayera rendida ante sus encantos. Su tez morena, su dentadura blanquecina y ese toque picante de riesgo que desprendía y, que le hacía brillar con luz propia.

Además, podía jactarse de ser un ladrón soberbio. Cada vez que acudía a la cita con Ana aprovechaba para realizar pequeños hurtos sin importancia. Una pluma, un pañuelo de seda, objetos de difícil detección. Hasta el momento todo funcionaba perfectamente. En sus visitas con Ana, él sacaba doble lucro.

Comenzó a alejarse a toda prisa del lugar, ocultándose entre las sombras. A sus espaldas continuaban los gritos:

– ¿Dónde está? -rugió con fiereza el marido-. ¡Dímelo!

– No sé de quién me hablas, cariño.

La ventana chirrió al abrirse con un brusco movimiento, y Luis fue sorprendido huyendo despavorido entre los fuertes gritos del marido, que le instaba a un duelo para lavar su honor. 

Luis era un bandolero, un Don Juan que había salido airoso de dos duelos anteriormente, pero no estaba dispuesto a arriesgarse a un tercero. Salió corriendo y se escabulló entre las sombras de la noche.

 

 

Haciendo coincidir con el aniversario de la detención de Luis Candelas hemos imaginado una de sus fechorías con este breve relato producto de la imaginación.

El 18 de julio de 1837 es detenido el famoso bandolero Luis Candelas, a la edad de 33 años. Nunca usó la violencia en sus atracos. Fue un mujeriego, un vividor, y un ladronzuelo que se dedicaba a robar, alegando que la riqueza estaba mal repartida. Sin embargo, no era ningún Robin Hood. No se dedicaba a compartir las riquezas «confiscadas» a los ricos con los pobres.

Tras ser apresado, fue trasladado a Madrid, lugar en donde fue condenado a morir mediante el garrote vil, muriendo el 6 de noviembre de 1837 por este medio. En esos instantes previos a su muerte, se le ha adjudicado la frase:

«¡Patria mía, sé feliz!».

Y así nos despedimos hoy de todos vosotros: ¡Sed felices!

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