Ahora estoy convencida. Tengo la enfermedad de Peter Pan. Me siento como Whendy. Diminuta, sin alas, abandonada y perdida en este mundo de adultos, en el que no encuentro mi sitio.
¡Con lo feliz que era yo jugando al escondite y a «polis y cacos»! Incluso, jugando con mis muñecas, a las que impartía la lección y si no sabían contestar…
– Castigada -le reprendía-. ¡De cara a la pared hasta que la aprendas!
Cómo hecho de menos aquellos maravillosos años en que éramos pequeños, llenos de inocencia, curiosidad y risas. Todo despreocupación y tranquilidad. Alejados del estrés del día a día, y del nerviosismo ante el futuro incierto. Relajados y felices con los más pequeños e insignificantes detalles.
Lo cierto es que, a pesar de la edad, entre niños siempre me he sentido como uno más. Por eso, el primer día que me llamaron señora, no hice caso. Ni el segundo, ni el tercero. Hasta que no tuve más remedio que darme cuenta. Llegó como un jarrón de agua fría en pleno invierno.
Fue un buen día, no hace mucho, al subirme al autobús, tras picar mi billete avancé por el pasillo hacia el fondo del vehículo, buscando un lugar donde aposentarme. Pronto llegaron unos gritos a mis espaldas:
– Señora, señora
Era el llamamiento del conductor a una pasajera. Ajena a todo, como siempre, seguí adelante. Hasta que los gritos fueron lo suficientemente altos como para alertar a todos los pasajeros, entre ellos, a las dos chicas que me precedían por el pasillo. Me quedé observándolas, en silencio, cómo se giraban intrigadas hacia la parte delantera, tratando de descubrir el motivo de tanto alboroto. Estaba completamente asombrada.
¡Con lo jóvenes que son! No sé cómo les llama señora…
En esos momentos, con todo el autobús paralizado por el conductor, éste acertó a decir:
– No, vosotras no. La tercera.
Un, dos…
Las cuentas no fallan.
¿Cómo? ¿Cómo se le ocurre llamarme señora? ¡¡Será, será… c… !!
¡¡…Cretino!!
Se me abrieron los ojos como platos con el repentino descubrimiento. Atónita. No había palabras. Ni hubo réplicas. Más que cabreada, estaba anonadada. Confusa.
Señora.
Esa palabra caló hondo en mi conciencia, y se propagó como el sonido del eco, retumbando con nitidez y con fuerza hasta cada recodo de mi mente.
Señora.
¿Sería la cana que me acababa de salir? ¿Tanto se notaba?
Agaché la cabeza y volví hacia el asiento del conductor. Estaba completamente trastornada.
Me habían llamado señora.
Ya veis, señora, pensaréis. Podría ser peor. ¡Con la de calificativos que existen! Pero, es que la primera vez que te denominan señora es muy duro el llegar a aceptarla con sus consecuencias. Así pues, tras el colapso inicial sufrido, mi estupor fue mucho más allá:
¿Cuántas veces lo habrían hecho antes sin percatarme?
Haciendo memoria recuerdo una de esas veces en que un niño, de apenas diez años, se acercó a mí y me preguntó con naturalidad:
– ¿Tiene hora, señora?
La candidez y la naturalidad de su pregunta me hizo sonreír. Recordé aquellos tiempos en que cualquier persona que midiese dos cabezas más que yo (que no soy muy alta), se le podía llamar señor o señora. Así que, no fue motivo de pesar, ni desazón.
Ahora es diferente. He descubierto que no sólo me han salido un par de canas más, sino que ya no hay sitio para juegos. Ahora las preocupaciones abordan a esta mente inquieta en la búsqueda de un empleo, un futuro, una salida.
Madurar es muy duro.
Peter Pan, vuelve. I miss you.
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