Mi elección de Canadá fue producto de la casualidad. Estar en el momento preciso, en el sitio adecuado. Deambulando por casa, completamente aburrida, localicé a mi madre y a mi hermano sentados a la mesa de la cocina. Entre los dos, extendido sobre la mesa, se encontraba un mapa.
La curiosidad me pudo, y comencé a observar aquellas letras que delimitaban vastas extensiones de tierra. Hipnotizada por aquella cartografía de extrañas letras, sólo podía leer sus nombres con torpeza por un idioma que apenas lograba comprender. A mis oídos llegaban apenas audibles los retazos de una conversación:
– Sería en julio.
– No quiero ir.
Levanté la vista hacia ellos, tratando de prestar más atención:
– Es una oportunidad para mejorar el inglés.
– No voy a ir -replicó mi hermano con terquedad.
– ¿Ir a dónde? -pregunté con curiosidad, intentando mediar en la conversación.
Ellos hicieron caso omiso de mis palabras, y continuaron con su plática.
– Si pierdes esta oportunidad no habrá otra -le respondió mi madre.
Miré una vez más el mapa, que los dos habían dejado a un lado. Unas letras capitales indicaban: CANADÁ.
La negativa por respuesta de mi hermano reverberó en el ambiente. Era mi momento.
– ¡Yo voy! -exclamé presa de la emoción. Una oportunidad de oro así no se encontraba todos los días.- ¡Yo voy! ¡Yo quiero! ¡Yo mami YOO!
Entre grititos efusivos, ante la mera idea de viajar a un país lejano, comencé a dar saltos alrededor de la mesa de la cocina, como lo haría un indio frente al fuego, en las películas del oeste.
Mi presencia no pudo pasar desapercibida, ni aunque se lo hubieran propuesto. Estaba eufórica.
– Para de una vez -protestó mi madre con un ademán que no daba lugar a réplica.
Quedé petrificada en el sitio. No podía tentar a la buena suerte. Ladeé la cabeza y puse mis ojillos de súplica aprendidos a lo largo de los años.
Mi madre se volvió hacia mi hermano.
– ¿Estás seguro de que no quieres ir? -preguntó una vez más, en tono serio.
– Seguro -dijo con firmeza-. No voy.
– ¿Qué vas a hacer?
Mi ojos se sucedían de uno a otro, en un mutismo que estaba ansiosa por romper. Cruzaba los dedos para que mi hermano no cambiase de idea en cuestión de segundos. Pero él, fiel a sus ideas, se mantuvo en sus trece.
– Me quedaré aquí.
– ¿Nada más?
– No -su respuesta precipitada y en tono insolente hizo cambiar el semblante de la cara de mi madre. Él rectificó con prontitud.- Me quedaré con mis amigos.
Llegada la mayoría de edad, mi madre no podía obligarnos a estudiar durante el verano, aunque fuera un idioma en un país extranjero, con todos los gastos pagados. Lejos de la obligación que suponía para mi hermano, para mí el viajar era una de las mayores alegrías que podían darme. Conocer otro mundo, otras gentes, otro idioma. Eso eran unas vacaciones, cuyo pequeño precio era estudiar.
– Está bien -finalizó mi madre, sin ocultar su disgusto.
Mi hermano no se esperó a que cambiase de opinión y salió huyendo de la cocina. Ocupé su lugar y comencé a pasear el dedo por el mapa.
– ¿Puedo ir?
– Ya veremos.
La respuesta fue producto del cansancio y del agotamiento de discutir con mi hermano, que era el único que no había viajado al extranjero para aprender un idioma.
Unos días más tarde estábamos de nuevo en la cocina, señalando sobre el mapa el lugar donde residiría durante las ansiadas vacaciones de verano.
«Nunca consideres el estudio como una obligación, sino como una oportunidad para penetrar en el bello y maravilloso mundo del saber». (Albert Einstein).