La Comunidad

Vivir en una ciudad puede tener sus inconvenientes. El tráfico ruidoso, los atascos, la contaminación o las prisas. Pero, lo que más me incomoda de todo no es eso, sino vivir en comunidad.

Ahora pensaréis que soy completamente asocial. En parte sí, no lo voy a negar.

La convivencia puede resultar odiosa. Aun tratándose de compartir los escasos metros de elementos comunes como son el ascensor, el rellano, las escaleras y el portal. Al fin y al cabo todos somos extraños, y algunos bastante peculiares.

Mi historia en el vecindario se remonta a poco más de diez años, cuando me trasladé a este edificio. Desde los primeros días comencé a sufrir de rasgos paranoides, cercanos a la locura. Tenía la sensación de que todos y cada uno de mis vencinos me observaban con precisión desmedida. Como si todos ellos formasen parte de una secta. La desconfianza pronto se tornó en curiosidad. Como si dudasen incluirme en su vecindad. Ni que tuviesen opción.

El guión de «La que se avecina» parece un calco de lo que acontecía en mi bloque. Cada día me parece más plausible cualquier tipo de las rocambolescas situaciones de la serie.

El primer signo, que me hizo sentirme que formaba parte de Gran Hermano, fue el simple hecho de que, cada vez que salía a la terraza descubierta que da patio interior, casualmente, siempre coincidía con alguna vecina, que  aparecía  simulando buscar algún objeto en la terraza. Eso sí, sin dejar de lanzar miradas furtivas hacia mi persona.

Ahora pensaréis que soy una paranoica egocéntrica. Never mind. Por favor, seguid leyendo.

Cuando otro día, al salir del ascensor, me crucé con otra residente y su hija en el descansillo, la mujer me hizo un fichaje de arriba a abajo sin disimulo alguno, para finalmente girarse 180 grados. Sólo le faltó sacar un capote e hincar la muleta sobre mi costado. Hasta que no abrí la puerta de casa la mujer no se metió en el ascensor, en parte arrastrada por su hija que tiraba de ella con fuerza hacia el interior.

 Y eso que no soy un especimen raro. De hecho, soy bastante normal. No me distingo demasiado del resto de los mortales… a simple vista.

 Pero, para sutileza la que tuvo la anciana que vive en el piso de enfrente. El día en que despedí a una amiga en el rellano, abrió la puerta con la balleta en la mano e hizo relucir la puerta de la entrada hasta que nos veíamos las tres reflejadas en su superficie. Sobra decir que no la he vuelto a ver hacerlo.

 Después de similares escenas a lo largo de los días, no pude evitar pensar en que hubiera algún tesoro oculto en el piso. Me sentía como Carmen Maura protagonizando «La Comunidad«. Algo no cuadraba. Me dijeron que el piso había estado vacío durante veinte años. Eso explicaría el porqué de tan extraño comportamiento.

 Sin embargo,  ante la posibilidad de que hubiera una pequeña fortuna escondida por algún rincón secreto, alejado de miradas indiscretas, realizamos todas las reformas posibles en el piso, sin encontrar para mi desgracia, ningún cofre con monedas, ni fajos de billetes bajo el parquet, ni joyas entre los muros, ni nada parecido.

 Aunque, sigo pensando en que hay un tesoro oculto, esperando a ser encontrado. Por eso no creo que sea mala idea comprar un detector de metales. Quizá encuentre el éxito que me auguró la bruja…

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