En una escapada a la capital de la British Columbia Canadiense, es donde se sucede la primera anécdota. Hace nada menos que diez años que acudí a este país angloparlante, como en muchas otras ocasiones, tratando de aprender ese idioma que tanto se me resiste.
En la ciudad de Victoria, situada en el punto sur de la Isla de Vancouver (Canadá), es donde se encuentra la sede de gobierno y un sin fin de organismos públicos.
Para poner al lector en antecedentes, pasé una de las más agitadas noches de mi vida.
Mentes calenturientas no penséis más.
La causa fueron unas agudas toses acompañadas de abundantes mucosidades, propias de un resfriado legendario, que me dificultaron la respiración y el descanso hasta altas horas de la madrugada. Sin embargo, tuve que aprovechar la excursión contratada a la ciudad de Victoria. A pesar de que mi cuerpo, al igual que mi estado de ánimo, no estaba por la labor.
La visita consistió en conocer la universidad, los monumentos más emblemáticos y, la tarde libre, para explorar el lugar a nuestro ritmo.
Por lo que, como comprenderéis, tras pasar la noche en vela, no es de extrañar que, la única idea que tenía en mente durante el tiempo libre, era echar una cabezadita.
Mis ojos divisaron agradecidos unas gradas con vistas al mar y me decidí a descansar en uno de sus asientos de piedra caliza, mientras mis compañeras acudían a visitar el museo de cera colindante.
Me hice un hueco sobre uno de los enormes peldaños. Allí recostada se apoderó de mí la somnolencia que me había sido denegada durante la noche. El cálido sol veraniego ayudaba en gran medida a conseguir un estado de inconsciencia plena que fue interrumpido de improviso.
Un joven de rasgos canadienses se sentó a mi vera y, ante mi asombro, comenzó a hablarme. Para entender sus primeras palabras tuve que hacer un enorme esfuerzo, tratando de atender la conversación, debido al estado narcótico en el que me había sumergido, junto con el añadido que supone el idioma. Tan sólo pude escuchar un fragmento de la frase:
– No te preocupes. Sea lo que sea, lo que te ocurre, siempre se puede arreglar.
Cuando mis sentidos tradujeron aquellas palabras al castellano, era demasiado tarde. Mi mente fue incapaz de reaccionar. Los labios se sellaron intentando mandar señales al cerebro para decirle que me encontraba bien. Pero las neuronas estaban descansando plácidamente escuchando con atención la vida e infortunios de aquel atento joven, que se había separado de su mujer y le impedía ver a sus hijos pequeños que él adoraba, por el modo en que sonreía con el mero recuerdo.
Confieso que tras el desconcierto inicial me vi sumida en los más profundos sentimientos, sufrimientos y temores narrados por ese extraño que se había sentado junto a mí. Se expresaba con una sorprendente calma, entre la aflicción y la esperanza. Le escuché tan atentamente que no me molesté en tratar de indicarle que no me sucedía nada. No hice ningún gesto para impedirle que continuase su relato. Me tenía completamente abducida. El momento más duro de todos fue cuando finalizó la conversación y tocó el turno de respuestas.
– ¿Qué te ocurre a ti? -dijo girándose hacia mí en silencio.
Un nudo me retorció el estómago. Sabía que esa pregunta iba a llegar en cualquier momento, pero no estaba preparada para responder la verdad.
Y, entonces, ¿Qué le digo?
Me hubiera gustado poder inventarme algo que pudiera estar a la altura de su dolor, pero me temo que mis neuronas tardaron en reaccionar más de lo necesario.
– Yooo -titubeé tratando de en vano de imaginar cualquier excusa para corresponderle, cualquiera más plausible que encontrarme en estado de embriaguez debido a un resfriado que me había impedido el descanso la noche anterior. Pero, finalmente, no pude evitar contestar con sinceridad:
– Yo no he dormido bien esta noche.
Su cara de decepción y vergüenza no fue mayor de la que yo sentí por dentro, incapaz de igualar mi desdicha a la que él me había descubierto con hondo pesar. Asintió ligeramente con la cabeza, asumiendo su error. Se giró hacia mí repentinamente, alentado por una nueva idea que cruzó su mente en aquel momento:
– ¿Tienes hijos?
En eso tampoco le podía mentir:
– No -dije con una pequeña mueca de decepción.
No os voy a engañar. No recuerdo más acerca de la conversación. Él se levantó azorado, frotándose las manos en las perneras de los pantalones, e incapaz de mirarme a la cara. Se despidió con un leve:
– Nice to meet you. Siento si te he molestado contándote mi vida.
– No, it´s ok. Nice to meet you too.
Fue lo único que acerté a decir, mientras le veía alejarse lentamente cabizbajo. Me hubiera gustado poder corresponderle con algunas palabras de ánimo, pero me temo que me hallaba profundamente confundida, aletargada y, aunque parezca mentira, me sentía avergonzada.
He querido comenzar el apartado de anécdotas de viajes relatando esta pequeña experiencia de hace algunos años, que me ha marcado profundamente. Podría haberla relatado de una forma divertida, pero he preferido hacerlo como lo que fue: un hecho aislado, desinteresado y producto de la confusión.
Ese amable y desconsiderado gesto de un desconocido me ha acompañado durante todos estos años. Una pequeña espinita que tengo clavada por no haber sabido darle unas palabras de aliento. Y cada vez que pienso en ello, sólo puedo anhelar que haya conseguido su consuelo, aunque sea en palabras de un extraño.